Uno de los recuerdos más sanos y bulliciosos de mi infancia
tiene que ver con las visitas periódicas al Mercat de Sant Mateu. Mi abuelo
tenía el despacho de abogacía en la calle que conduce a la plaza de la
Universidad por detrás del fantasmagórico CADA otrora Monte de Piedad. Mi tía
abuela Teresa, que le hacía de secretaria, acostumbraba a llevarme de su fría
mano hasta el mercado algunos sábados. Nunca subíamos por la Costera del Gurugú
y sí por la posterior, que para mi gusto tiene más pendiente. Pero cada uno
diseña sus rutas, ¿no? Entrar al mercado era un espectáculo muy parecido al que
podemos encontrar cualquier sábado a las 10 de la mañana hoy en día en el
Mercat de Sant Roc. Tres plantas de puestos repletos de productos de miles de
colores, frutas, pescado, carne, salazones, conservas, charcutería… Centenares
de personas ‘feien la plaça’ con las ‘barsellas’ del sábado sobre actualidad
del pueblo. Perder la mañana allí era un lujo, un acontecimiento social de
primer orden. Además de ver a muchas personas, los ojos y el olfato agradecían
las paradas abarrotadas de pimientos y tomates de aquellos que sabían a
pimientos y tomates de verdad, hinchados de agua sabrosa y que aguantaban
semanas en el refrigerador. En la parte de arriba siempre visitábamos un puesto
de embutidos y quesos. Era mi lugar preferido porque la señora de delantal
blanco me regalaba un trozo de queso cargado y potente que degustaba durante
minutos. Aquello era como una pillería clandestina que posteriormente contaba a
mi madre como si fuese una travesura. Había comido queso sin pagarlo. Mi
tía-abuela disfrutaba de lo lindo completando su caprichosa ruta entre las
verduras, los quesos y la mojama. Hablaba con una y con otra y acumulaba bolsas
en sus dos brazos. Al final siempre dejaba una mano libre para ayudarme –a la
vuelta sí- a bajar la Costera del Gurugú. La jornada se completaba con un
bocado, ya en su casa, de un trocito de mojama, que era un manjar muy extraño
para nuestra época y edad, pero que me comía como si fuese caviar al escuchar
las alabanzas que ella misma desplegaba sobre aquellas finas y sabrosas tiras
de pescado de salazón. Y mientras tanto, quedaba atontado con la radio gigante
que presidía el comedor; uno de esos aparatos en los que en el dial se podía
buscar aunque no encontrar la frecuencia de Nueva York, Tokio o Londres pero
que en realidad sólo captaba Radio Alcoy EAJ12. La escena se redondeaba con el
rítmico sonido de los telares de Ferrándiz y Carbonell que se hacían más
evidentes cuando la ventana estaba abierta, y con las ruidosas campanadas del reloj
del Monte de Piedad.
Aquella escena que se rememora en mi cerebro cada vez que
paso por allí es un espejismo irrepetible, porque poco o nada queda de aquella
estampa. La industria manufacturera despareció y surgió la Universidad que
tantas alegrías y empleos nos concede. Pero lo del Mercat de Sant Mateu es más
que triste y doloroso. No por los recuerdos que me evoca y que ya nada tienen que
ver con la actualidad, sino por la degradación que ha sufrido el barrio y la
propia estructura comercial. El Mercat de Sant Mateu no tiene nada que ver con
lo que fue y cada vez que lo visito, las bajas, los negocios clausurados o que
se traspasan se multiplican. El sábado estuve allí después de un par de meses y
me provocó una tristeza profunda. Decenas de puestos cerrados, otros tantos
regentados por personas mayores cuyos descendientes no querrán heredar y cierta
sensación de desorden en antiguos puestos convertidos en zonas comunes.
Los vendedores están hartos de promesas públicas y cansados
de poner en marcha iniciativas que no van a ninguna parte. Nadie sabe
exactamente quién tiene la culpa, pero lo cierto es que el Mercat de Sant Mateu
muere lentamente y sin remedio. ¿Cinco?, ¿diez años? Nadie lo sabe, pero muere
de viejo, como el centro de la ciudad incapaz de regenerarse, abandonado y
poblado por moradores que campan a sus anchas entre la ilegalidad y la molestia
al vecino joven que sí ha apostado por rehabilitar una casa cerca de donde sus
abuelos vivían. Las calles Sant Francesc o Sant Maure son cada día más
intransitables, un cadáver urbanístico en el que cada mes cierra un negocio y
una casa es okupada ilegalmente. Simplemente pasar por esas vías es incómodo o
sucio, o violento… cuando en realidad, una patrulla itinerante y a pie de la
policía local resolvería esa sensación de dejadez e inseguridad. Porque la
Policía Local está dos calles más allá. Está tan cerca que estoy seguro que los
agentes (que cumplen órdenes) son capaces de escuchar desde el carrer
Casablanca el grito de la mujer a la que le roban el bolso. Nada costaría
pasear por esas calles en un recorrido cíclico, muy bueno para las piernas y el
corazón y que todos aplaudiríamos. Sería bueno por el bien de los vecinos, por
la imagen de la ciudad y para que esos vecinos ruidosos y poco sociales no
crean tener licencia para todo a cualquier hora del día.
Una cosa buena queda de todo lo que era el Centro de Alcoy
hace 30 años y de mis recuerdos infantiles. En el mercado de Sant Mateu hay un
puesto, el de los embutidos de Ponsoda,
que sigue dándome un trozo de queso sabroso y acabado de cortar cada sábado que
lo visito.
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